Estaban de moda por aquél entonces los búhos de la suerte: de porcelana, de madera, de barro... de oro...
A mí me regalaron uno de oro, me lo coloqué en una cadena, lo colgué en mi cuello y se convirtió en una de esas joyas que no molestan, que te acostumbras a llevar. Ocurrieron algunas cosas positivas, y no sé cómo, esa joya se convirtió en una especie de amuleto, que incluso en alguna ocasión presté para dar suerte.
A veces hacemos esas cosas. Atribuimos a un objeto un poder que ningún humano puede tener.
Aquella noche me vestí de azul marino. Un vestido que pedía un collar corto, y mejor que nada, algo blanco: las perlas. Y me quité el búho de oro.
Todavía me estremezco al recordar aquella noche. Más aún, me aterra recordarla.
Me había quitado el búho... y ocurrió aquello tan terrible. El accidente, la carretera, la vida de nuestro amigo... Recuerdo que al llegar a casa, me quité el collar, me puse la cadena con el colgante de búho, me acosté, me dormí pensando lo bién que lo habíamos pasado... pero al poco rato sonó el teléfono. Y comenzó la pesadilla de uno de los momentos más tristes de mi vida.
Pasaron los días, pasaron muchos días... la pena fue muy grande. Que triste fue todo. Nos dejó a todos, pero sobre todo, a ella... la dejó ya sin nada a que aferrarse para luchar por su propia vida... a pesar de tener la colección más completa de búhos que yo haya visto nunca, colección a la que todos contribuímos a completar. Ella necesitaba tanto la suerte de los búhos...Pero no sirvió de nada. Nada se podía hacer ya.
Me había vuelto a colgar la cadena, y por nada del mundo me la podía descolgar. No podía ocurrir otra desgracia como esa. No podía tener más culpas. No debería haber ocurrido. No debería haber empezado la desgracia para aquella pareja que por fin parecía tener esperanzas.
El se fue de repente, pasando en un instante de la vida al más absoluto abismo, la muerte más inexplicable y más injusta consecuencia de un accidente absurdo. Y ella ya no pudo superar aquella enfermedad. Ya no sirvió de nada la cirujía, ni los tratamientos, ni los ánimos. La única persona que podía hacer navergar aquella su barca por el Nilo, se había ido.
Pasaron años hasta que pude descolgar la cadena del cuello, sin dejar de llevar atado de alguna manera el búho. Y pasaron más hasta que por fin un día decidí que aquello no podía seguir. Tuve la valentía de dejar el colgante de una vez en casa y comenzar a probar...
La vida ha seguido. No puede ser todo bueno. Han ocurrido muchas más cosas tristes, quizá no tan dolorosas ni tan terribles algunas... otras sí. Pero estoy segura de que el búho no ha tenido nada que ver. Ya estoy segura. No me lo volveré a poner... o sí, quizá, sí. No lo sé.
Ahora, mientras recuerdo, mientras escribo... me doy cuenta de que no me he vuelto a poner aquél collar de perlas.
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